lunes, 21 de marzo de 2016

La espiritualidad ecologista de Maathai

Wangari Maathai es conocida en todo el planeta. La más emblemática líder africana fue Premio Nobel de la Paz, doctor honoris causa por la universidad jesuita Hekima College de Nairobi y fue educada por las conocidas como Irlandesas, congregación fundada por Mary Ward, a quienes se mantuvo siempre entrañablemente unida. Traduzco este artículo de Wangari Maathai publicado el 3 de junio de 2011 en Yes! Magazine.

Wangari Maathai, 2011: ¿Qué papel juega la espiritualidad en nuestra labor de sanar la Tierra? 

Durante mis más de tres décadas como medioambientalista y luchadora por los derechos demócratas, la gente frecuentemente me ha preguntado si la espiritualidad, las diferentes tradiciones religiosas, y la Biblia en particular me habían inspirado e influenciado mi activismo y el trabajo del Green Belt Movement (GBM) [el Movimiento del Cinturón Verde]. ¿Concebía la conservación del medioambiente y el empoderamiento de la gente ordinaria como un tipo de vocación religiosa? ¿Se aprendieron y aplicaron esas enseñanzas religiosas en nuestros esfuerzos medioambientales o en el conjunto de nuestras vidas?

Cuando comencé esta labor en 1977, no estaba motivada por mi Fe o por la religión en general. Por el contrario, mi práctica era resolver, literalmente, problemas sobre el terreno. Quería ayudar a las poblaciones rurales, especialmente a las mujeres, en las necesidades básicas que me describían durante los seminarios y los talleres de trabajo. Decían que necesitaban agua limpia para beber, una alimentación adecuada y nutritiva, ingresos y energía para cocinar y calefacción. Así que, cuando al principio se me preguntaba por aquella cuestión, decía que no creía que cavar hoyos y movilizar comunidades para proteger y restaurar los árboles, bosques, las cuencas de los ríos, el suelo o los hábitats de la fauna salvaje, fuera una labor espiritual.

La verdad es que nunca he diferenciado entre actividades que pudiéramos llamar ‘espirituales’ y aquellas que podrían ser denominadas ‘seculares’. Al cabo de unos pocos años de trabajo, llegué a reconocer que nuestros esfuerzos no consistían sólo en plantar árboles sino que también trataban sobre semillas de otro tipo –aquellas necesarias para dar a las comunidades autoconfianza y autoconciencia para redescubrir su auténtica voz y hablar en alto sobre sus derechos (humanos, medioamientales, cívicos y políticos). Nuestra tarea también se abrió a expandir lo que llamamos el ‘espacio democrático’, en el cual los ciudadanos comunes puedan tomar decisiones por sí mismos en su beneficio, el de su comunidad, su país y el medioambiente que los sustenta.

En ese contexto, comencé a apreciar que había algo que inspiraba y sostenía el Green Belt Movement y a aquéllos que participan en él a través de tantos años. Mucha gente de diferentes comunidades y regiones se acercó a nosotros para compartir aquel modo con otros. Me di cuenta de que el trabajo del GBM estaba conducido por ciertos valores intangibles. Esos valores eran: el amor por la naturaleza; gratitud y respeto por los recursos de la Tierra; la capacidad de empoderarse y mejorar uno mismo; y el espíritu de voluntariado y servicio. Juntos, estos valores reunían lo intangible, lo sutil, los aspectos no materialistas del GBM como organización. Ellos nos permitieron continuar trabajando, incluso cuando llegaron los malos tiempos.

Por supuesto, soy consciente de que tales valores no son exclusivos del Green Belt Movement. Son universales y no se pueden tocar, son invisibles. No podemos darles un valor en monedas: efectivamente, no tienen precio. Ciertas tradiciones religiosas no incluyen esos valores. Ni tiene uno que profesar fe en un ser divino para vivirlos. Sin embargo, parece que forman parte de nuestra naturaleza humana y yo estoy convencida de que somos mejores personas porque los sostenemos y la Humanidad es mejor con ellos que sin ellos. Donde esos valores son ignorados, son sustituidos por vicios como el egoísmo, la corrupción, la codicia y la explotación.

Los valores nos ayudan al proceso de ayudar a sanar la Tierra.

A través de mis experiencias y observaciones, he llegado a creer que la destrucción física de la Tierra acaba extendiéndose también a nosotros. Si vivimos en un entorno que está herido –en el que el agua está contaminada, el aire está lleno de hollín y gases, el alimento está contaminado con metales pesados y restos plásticos, o el suelo es prácticamente una capa de polvo-, éste nos hiere a nosotros, minando nuestra salud y dañándonos en los niveles físico, psicológico y espiritual. Por lo tanto, al degradar el medioambiente, nos degradamos a nosotros mismos.

Lo contrario también es cierto. En el proceso de ayudar a sanar la Tierra, nos ayudamos a nosotros mismos. Si vemos cómo sangra la tierra al perder su capa superior, las sequías o la desertificación, y ayudamos a recuperarlo o intentar impedir que se pierda –por ejemplo, mediante la regeneración de los bosques degradados-, entonces el planeta nos ayudará a nosotros a curarnos e incluso sobrevivir. Cuando somos capaces de comer más sano, con alimentos no adulterados; cuando respiramos aire limpio y bebemos agua limpia; cuando el suelo es capaz de producir una abundancia de grano y verduras, nuestros propios males y estilos de vida insanos llegan a curarse.

Los mismos valores que ponemos al servicio de la restauración de la Tierra, laboran en nosotros también. Igual que amamos la Tierra podemos amarnos a nosotros mismos; sentir gratitud por lo que somos así como damos gracias por la generosidad de la Tierra; también mejorarnos nosotros mismos cuando dedicamos nuestras capacidades no en nosotros directamente sino en trabajar para mejorar la Tierra; cuando trabajamos como voluntarios a favor de la Tierra, estamos también ofreciéndonos ayuda a nosotros mismos.
 
Los seres humanos tienen conciencia de cuánto llegamos a apreciar el amor, la belleza, la creatividad y la innovación y cuánto lloramos cuando carecemos de ellos. En la medida que podamos ir más allá de nosotros mismos y de nuestros instintos biológicos ordinarios, somos capaces de experimentar lo que significa ser humano y, por lo tanto, lo que nos diferencia de los demás animales. Podemos apreciar la delicadeza del rocío o un brote que florece, el agua que corre sobre las piedras o la majestuosidad de un elefante, la fragilidad de una mariposa, un campo de trigo o las hojas volando en el viento. Estas respuestas a la belleza tienen valor en sí mismas, y esa reacción al mundo natural puede inspirar en nosotros un sentido de asombro y belleza que nos lleve a alcanzar un sentido de lo divino.

El medioambiente aparece como sacralidad porque destruir lo que es esencial para la vida es destruir la vida misma.

Esa conciencia reconoce que aunque un árbol concreto, un bosque o una montaña en sí misma pueden no ser santos, el soporte que sustenta la vida –el oxígeno que respiramos, el agua que bebemos- proporciona lo que hace posible la existencia, y por lo tanto merece nuestro respeto y veneración. Desde este punto de vista, el medioambiente llega a ser sagrado, porque destruir lo que es esencial para la vida es atentar contra la vida misma.

[Traducido por Prof. Fernando Vidal, Universidad Pontificia Comillas]

Fuente:


Si ha interesado este texto, recomendamos leer el libro de Wangari Maathai, 2010: Replenishing the Earth: Spiritual Values for Healing Ourselves and the World. New York: Doubleday.

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