domingo, 3 de abril de 2016

Chêne Chapel, residencia de los sueños

Fernando Vidal
Twitter @fervidal31

En la Chêne Chapel subo por la escalera de caracol de fuera bajando cada vez más adentro. No sé ya lo que es caracol y espirales de ramas. La llama de la cruz no deja de arder en la vela mayor del roble. Entro en la diminuta capilla y sorprendo a todos mis cuentos y seres fantásticos rezando allí, todos juntos. Me arrimo y hacen sitio. Continúan contando su rosario de pétalos de rosa y yo mismo me hago corchea de ese tendal.


Hay un lugar donde duermen todas las palabras que hemos pronunciado, pensado o soñado; todas las palabras que no han pasado por mi boca sino que han sido dichas por los labios del hígado, del pancreas, del corazón y todos sus hermanos menores. Todos ellos tienen labios, oído y vida interior, humilde rebaño pastando y creando clorofila en mi interior.

Hay un árbol en donde anidan todas las criaturas de mi fantasía, los espíritus de las navidades y los vampiros de los terrores nocturnos, los fantasmas de los vivos y las manos de los muertos que siempre estaban a punto de descorrer mi colcha cuando trataba de dormir. Se albergan entre los canales de la corteza los hormigueos de mi piel, aquellos lunares que parecían bichos que quizás algún día se convertirían en un cáncer, las bacterias de moros como murciélagos que combatían su guerra de los quince años en mis entrañas. Cuelga de una rama el fruto maduro del apéndice que me cortaron en la infancia, uva pasa de la que gotea un extraño vino amargo creando una cicatriz en la tierra que lo recibe y bebe a su pesar. Revolotean alrededor de la gran copa de vino verde una nube de hadas cuyas alas se agitaron en mi vientre provocando el vómito de las mariposas y tiraban de mis pestañas cabalgando sobre mis párpados. Sentados a horcajadas sobre las anchas ramas ríen y callan todos mis compañeros, a los que ya les han crecido alas y cuernos, que son ya más criaturas literarias que seres reales. Un centenar de santos tiemblan como llamas en la punta de las ramas y una fiesta de pastores hierve bajo ellos al amparo de su luz en medio de la noche.

Hay un roble donde caben todos los sueños, cuyas ramas no se doblan por más peso que carguen las batallas de flores, al que siempre se regresa aunque jamás te hayas ido, un árbol que nada sabe de sangre sino sólo de la luz verde de la fantasía que siempre deja pasar sin mérito ni recompensas. Lo único que te pide es que no cese tu canción, que no dejes de contar a su sombra las cosas del mundo porque el roble es ciego, su único ojo es una campana, caracola de la abundancia que lanza palomas al cielo y las llama de nuevo con ramitas para injertar la paz. Todos los retablos del mundo, de todos los libros, de todos pánicos, gozos y alucinaciones, están labrados en su piel.


Cuando el rayo de la muerte caiga sobre mí seré ya sólo lo que aquel roble haya crecido alrededor de mí. Harán de mis recuerdos cámaras para los eremitas de la nostalgia y los campaneros de la alegría. Mi lengua quedará en medio de la plaza boqueando como pez fuera del agua y sobre tierra ya sólo seré lo que vosotros hayáis habitado en mí.

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