viernes, 1 de abril de 2016

El chamán de los discos voladores de Nick Cave

Fernando Vidal
Twitter: @fervidal31



Cave, Nick (2004) Soundsuit #1. Traje con máscara y complementos. Colección Soundsuit. http://nickcaveart.com/Main/Intro.html

Estamos ante el primer diseño de la colección Soundsuits creada por el diseñador y coreógrafo Nick Cave.

Su cabeza se dispersa en decenas de platillos volantes de colorines fantasiosas que brotan en flor de los hombros y pecho del sujeto. La posición de su cuerpo está en ese paso del baile en el que se echa para atrás pareciendo que va a caer. Ritualización del derrumbe y la herrumbre (derrumbre), simulación del instante en el que en la danza diaria te crees desfallecer y la música prosaica de la vida te devuelve al paso de la calle de las horas. En este caso, parece que las volantas que giran al final de los tallos que se levantan en nube desde el bailarín, tiran de él hacia arriba. Difícil equilibrio de platos que no romper la ensoñación.

Las piezas que forman una bandada de colibríes alrededor de la parte superior son juguetes de hojalata pintada de la vieja infancia. Ingenios antiguos rescatados de los desvanes del olvido, de las trincheras de los trasteros donde se resisten a morir triturados en un basural. Joyas preciadas de las tiendas de antigüedades, réplicas baratas en los coleccionables de kiosko. Tienen forma de doble cono aplastado, quesos de ovejas de discoteca o senos durmientes que sueñan con norias de amor. Si un niño lo llevara corriendo podría fácilmente soñar con platillos volantes. En su interior, una espiral metálica de serpentina silba lisa al girar el disco, melodía de las sirenas de la vieja fábrica oxidada del abuelo. Pero también está emparentado con los tiovivos de feria por sus colores chillones y su decoración de triangulitos, anillos y estrellas sobrecromados, que es como se sueñan las ánforas griegas enterradas en el limo del mar.

Una treintena de esos platillos forman una tormenta traviesa, un enjambre nervioso, una desbandada de frutas que explotan, golosinas alucinadas que huyen de una redada, fichas de casino embriagadas. La parte superior de la persona -cabeza, cuello, hombros, pecho-, donde reside el gobierno del sujeto, es una piñata que revienta arrojando sus fantasías al cielo. Granada que acaba de explotar y lanza grandes copos de confetti a la plaza. Pez de mil colores que se fragmenta en cien escamas voladoras, que forman un cardumen de atracciones de feria y se mueve compulsivamente de un lado a otro arrastrando al hombre danzante. El tipo es una palmera de ramas agitadas ante la entrada de un mesías a la ciudad santa: un parque de atracciones celebra el domingo de ramos.

Podría ser una celebración en honor al mundo de la hojalata policromada que proporcionó láminas para formar cochecitos, aviones de juguete, barquitos, figuras de monos, policías, ladrones y otros animales. Todos eran latas de conserva y, efectivamente, siguen conteniendo en aceite los recuerdos entrañables de la infancia, sardinillas de oro y plata.

Pero el modo en que parece irse a caer de espaldas, ensombrece su carácter festivo, lo envuelve en un aire dramático y, más bien, se interpreta que el chamán trata de defenderse de una posesión o una galerna de frivolidades; que le han brotado largas setas cargadas de esporas de superficialidad. Quizás es la trágica figura bufonesca del hombre fragmentado en cientos de distracciones pueriles, atormentado por los demonios de la trivialidad, ludens y demens, ligerezas que pesan tanto que no le dejan sostenerse en pie. Aunque tampoco deja de dar ese paso de fiesta, un gesto de conga. Puede que sea la firma de la tragedia, sonora risa, último sueño de luces del virginal diente de león.

No se le ve la cabeza, ha desaparecido. Ahora gobierna ese lío de dátiles de latón, un atasco de tráfico, una orgía a la que sólo están invitados discos de semáforos. Chamán, promete a los pinochos el trance cromofílico de los malls.

El cuerpo está todo revestido, a excepción de las manos, desnudas: cubierto por una sola pieza de textura aterciopelada, estampada de grandes flores variadas, pétalos amarillentos y rosados, como si un sofá se hubiera puesto en pie en la casa de una vecina muy anciana.

Este traje ritual de flores, piruletas y discos voladores podría ser el del loco de la aldea en sus días de fiesta, a quien alimentan de restos para que dance sus cascabeles cuando llegue la primavera. un traje muy pesado, casi una armadura desguazada. El cuerpo de leyenda culmina en una morrena de cantos rodados de río tropical, un jardín de ojos dando vueltas, senos multicolores, un cráneo multiplicado en coronillas de pandereta, sonajeros desquiciados, pastillas de elefante, bonetes de la Conferencia Episcopal del Arco Iris. Hombre o mujer, carga sobre sí una procesión de carroza de la parada de las flores de un largo abril. La madeja de discos forma una gran máscara para el nuevo dionisos, dios de la vida-chuche de gordas neuronas psicodélicas y corazones de latón.


La condición humana sigue planteándonos las mismas preguntas fundamentales que se hizo Eva al levantarse aquella primera madrugada en el Valle del Riff. El demonio de este carnaval no deja de hablarnos, no obstante, de la poda cuaresmal y el chamán de discos voladores retrocede espantado ante el futuro de tijeras que cuelgan del cinto del podador a quien nosotros no, pero él sí puede ver llegar a la higuera de globos multicolor.

Más información en https://www.artsy.net/artist/nick-cave

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